cuartopoder.es
12 septiembre 2013
Contra el AVE
Pedro Costa Morata *
Un tren circulando por una vía del AVE a velocidad del AVE cumplió, en mala hora, con el designio que las tecnologías peligrosas per se, y alejadas de la deseable dimensión humana fatalmente acaban cumpliendo; en esa ocasión, en forma de una catástrofe que afectó a la totalidad de sus pasajeros, con decenas de muertos: un accidente inevitable, cantado y proporcionado a la envergadura de la osadía. Más allá de los cánticos, aunque fúnebres, de los orates de la sociedad tecnológica y los negocios prometedores, que dirán que sólo ha sido mala suerte, que el accidente era muy improbable, que muere más gente en la carretera, que se trata del inevitable precio a pagar por el progreso… es un momento oportuno para recordar y resumir el rechazo global que se viene haciendo del AVE en su concepto y tecnología, así como en la casuística española, para fundamentar una condena que, en su origen y factura, es casi exclusivamente ecologista.
En primer lugar, y sobre cualquier otra consideración negativa, un tren que circule a 250, 300 km/h o más nunca ha constituido un anhelo de los españoles, por lo que no se ha podido registrar verdadera “demanda social”. Han sido los poderes políticos quienes lo han “ofertado” sin perseguir la satisfacción de ninguna necesidad real: por contar con un “tren de prestigio”, más bien. Cuando en vísperas de la Exposición Universal de Sevilla (1992) el Gobierno sevillano-felipista decidió construir la primera línea red de alta velocidad (presionado, por cierto, por el Gobierno de Mitterrand), una Renfe no maleada todavía por el AVE destacaba en su publicidad “Vamos a 160 por ahora”, y marcaba un itinerario de mejoras progresivas que ya se hacía notar y que cumplía adecuadamente con sus objetivos y vocación de servicio público, tanto en lo social como en lo ambiental.
En segundo lugar, y como consecuencia de lo anterior, el AVE constituye un gesto de exhibicionismo tecnológico difícilmente justificable si atendemos a necesidades más perentorias y extensivas, incluso en el ámbito ferroviario.
El tercer aspecto a criticar corresponde a los costes del AVE, que son astronómicos, sobre todo los de la infraestructura, aunque también los del material rodante. Un kilómetro de vía de alta velocidad viene costando en España entre 14 (Madrid-Barcelona) y 18 (Madrid-Valencia) millones de euros, varias veces más que una línea semejante pero convencional. De ahí que, con el ánimo privatizador de los gobiernos últimos, socialistas o populares, se prevea traspasar a la iniciativa pública ciertos trenes y tráficos pero no las infraestructuras, que seguirán royendo de forma implacable (y en la práctica, inamortizable) las finanzas públicas.
En cuarto lugar, se ha querido ofrecer al público, entre las ventajas del AVE, el ser competitivo con el avión, lo que, siendo parcialmente cierto en términos de tiempos totales y para distancias entre 500 y 600 km., constituye un desatino nada menor al duplicar servicios e infraestructuras sacando de su encaje histórico y tecnológico al tren estándar, que se desnaturaliza y pervierte queriendo ser avión.
En quinto lugar, la competencia ventajosa con el automóvil ha sido quizás la más publicitada de las ventajas comparativas del AVE, pero por exceso y desatino. Está claro que con velocidades a partir de 120/140 km/h la ventaja es clara para el tren, y no necesita duplicar esa velocidad para ser “más competitivo”. Sin embargo, el AVE no alivia el tráfico de las carreteras, por contra a lo que se esperaba y figuraba entre sus ventajas de entidad, porque su mala entraña hace que –al eliminar servicios ferroviarios convencionales y apenas ofrecer paradas– con su simple entrada en funcionamiento consiga lo contrario: estimular e incrementar el tráfico de automóviles y autobuses.
El sexto punto crítico se refiere a la selección socioeconómica que del usuario hace el AVE por el notable incremento de precios a que obliga tras su puesta en servicio, lo que se agrava con la desaparición de cualquier otra alternativa ferroviaria.
En séptimo lugar debe destacarse el impacto ambiental, demoledor, que impone una infraestructura con curvas de 3/4 kilómetros de radio y pendientes no superiores a las 2/3.000 milésimas, también sin precedente en obras ferroviarias o de autopistas. Junto al impacto generalizado en el medio natural debe considerarse la destrucción material del paisaje, que también desaparece visual y psicológicamente. Paul Virilio ha creado el concepto de “contaminación gris” para aludir a los impactos que implica el culto a la velocidad y, en definitiva, los de índole tecnológica; y ahí hay que incluir la aniquilación del paisaje que consigue el AVE, al desposeerlo de sus matices y convertirlo en una sucesión grisácea de elementos naturales átonos (gravemente afectados por la continua sucesión de túneles, viaductos y terraplenes sin perspectiva visual alguna).
Los altísimos costes energéticos constituyen el octavo de los desatinos del AVE, que están próximos a los del avión y muy alejados a los del tren convencional, que siempre ha ofrecido esta ventaja, sustancial, en relación con la carretera y el transporte aéreo. En su exhaustivo trabajo Hacia la reconversión ecológica del transporte en España (1996), Antonio Estevan y Alfonso Sanz evaluaban en 3,52 la ineficiencia energética del AVE (en Kep por 100 plazas-km), cuando la del avión es 4,06, la del tren convencional de largo recorrido 1,34 y la del tren de cercanías 1,19.
La novena consideración afecta a la duplicación de infraestructuras que supone la red del AVE, en gran medida paralela a la ya existente, convencional. Esto, más que cosa de ricos, es en realidad una necedad de tomo y lomo.
La última nota, no por ello menos escandalosa, es la “cualidad” del AVE como inductor de cierres y recortes en los servicios ferroviarios, lo que viene marcado, de principio, por la propia tecnología, que resulta exclusivista y reduccionista; y por supuesto, también por los ideales y las prácticas de grupos políticos que aprovechan su paso por el poder para imponer, a paso de carga, su sentido agresivo e inmisericorde del servicio público, que en materia ferroviaria sufre víctima de hachazos y recortes en cadena. Así, el AVE excede, deforma y deslegitima al tren útil, capaz y social, tan defendido por los ecologistas (que han tenido, con amargura, que abandonar el incondicional apoyo prestado al tren y a sus avances deseados y previstos). Porque el AVE, el supertren, ya no es en realidad un tren.
Añadamos que con este luctuoso pinchazo a la “burbuja AVE”, producto del muy político “AVE para todos” y de las aspiraciones excesivas por un capricho tecnológico, nuestro país se enfrentará a otro panorama de arrogantes ruinas ferroviarias y de carísimas obras sin terminar, así como a un retroceso tan drástico como merecido en su agresiva (y, según algunos, exitosa) política comercial internacional: que esta tragedia sin precedentes repercutirá en numerosos ámbitos.
Y aprovechemos la ocasión para hacer “sociología de las prisas”, que es esa disciplina que en gran medida descalifica ciencia y técnica al servicio de un pretendido “humano anhelo” (falso, antropológicamente) que se empeña en reducir, hasta la aniquilación, la distancia y el tiempo; y de disfrazar, entre incompetencias, ambiciones y maldades, las tragedias cantadas como “costes del progreso”.