Trece interminables horas en un 'transiberiano'

 

 

Lunes, 18 de Enero de 2010 12:09 LA SEMANA - EL REPORTAJE

Manuela Rosa Jaenes                                            
Cae la tarde y Jaén se cubre de nieve. Carmen y María suben al coche 10 del tren que parte de Jaén hacia Madrid a las 17:18 horas del segundo domingo del año. Viajan juntas y, al mirar fijamente sus billetes, se topan con un problema: tienen plazas distanciadas.
No se lo piensan. Justo al lado hay dos jóvenes, José Luis y Tomás, con la misma contrariedad. María les pide hacer cambio de asiento y ellos aceptan. Es la primera vez que hablan, no se conocen. Tienen en común que son estudiantes que viajan rumbo a diferentes destinos, ellas a Madrid y, ellos, a Polonia. Unas plazas más adelante, un matrimonio se prepara para hacer el trayecto con la mayor comodidad posible. Creen que les esperan cuatro horas por delante para las que Antonia y Alberto están bien equipados, con ordenador y prensa incluidos. El suyo no es un viaje de placer. Desafían a la nieve para llegar a tiempo a un entierro en Madrid. A su izquierda, Martín acompaña a su hija Ana en su regreso al trabajo en Barajas. Ella le convenció para pasar unos días juntos y disfrutar de la bella estampa madrileña. Al lado, Encarna viaja sola a su tierra natal después de pasar las fiestas navideñas con su familia jiennense y Enrique sube al tren dispuesto a llegar a Madrid a tiempo para su deseada entrevista de trabajo.
Un equipo de Diario JAEN acompaña a los viajeros —algunos aparecen en este reportaje con nombre ficticio— durante lo que se convertirá en algo más que una aventura. El director, Juan Espejo, el fotógrafo Rafael Casas y la que escribe, Manuela Rosa, en una tarde blanqueada por la nieve, decidimos dejar el coche aparcado y optar por el tren como medio de transporte más seguro. Acudimos a la presentación de la Presidencia Española de la Unión Europea y, sorprendentemente, encontramos la noticia en el camino.
La odisea ferroviaria comenzó apenas una hora más tarde, justo a la llegada a Vadollano. El tren de Media Distancia de Renfe se detuvo una larga hora en la que la falta de información era esporádica y nada puntual. La megafonía sólo avisaba de la imposibilidad de continuar el trayecto. Nada más. Ni una explicación. Sólo lo que nuestros ojos veían y nuestros oídos escuchaban en las idas y venidas del personal encargado del tren y de los propios viajeros que, a veces, hablaban más de lo que sabían. La decisión de la compañía fue retroceder hasta Linares-Baeza. Fue entonces cuando los ánimos de los viajeros empezaron a encenderse. Nadie sabía qué iba a pasar y la mayoría clamaba en voz alta el regreso a la ciudad de origen. Sin embargo, con noventa minutos de retraso, emprendimos la marcha hacia Madrid. Tras la ventanilla se hizo de noche. Sólo se veía el negro de los raíles sobre el blanco de la nieve y el vecino talgo hacia Almería que, a una velocidad de vértigo, parecía reírse del Media Distancia de Jaén. 

Los vagones se llenaron en las siguientes estaciones hasta contar con doscientos cincuenta pasajeros. Al coche número 10 se incorporó Pepe, que viajaba hasta Alcázar de San Juan, y la pareja formada por Marta y Ángel, quienes abrieron boca al contar su pesadilla ferroviaria durante un fin de semana de retrasos y más retrasos. Eran las diez de la noche y quedaban por hacer las tres cuartas partes del recorrido. El hambre y la sed empezaron a arreciar. Hubo precavidos que viajaron con bocadillo en mano, pero la mayoría no tenía ni un sorbo de agua. Media hora más tarde, el tren estaciona, por segunda vez, cien metros antes de Alcázar de San Juan. Se hace el silencio. Pasan los minutos y, de repente, se oye un hilo de voz: “¿No creéis que llevamos demasiado tiempo así?”. José Luis llevaba razón. Algo pasaba de nuevo, no podía ser, el viaje se hacía cada vez más interminable. Una y otra. Dos horas de reloj dentro de un tren y con todo cerrado. Pepe, con la mochila en los hombros, pedía al revisor que hablara con quien fuera para que le abriera una sola puerta. Le bastaba con cruzar la calle para llegar a su hogar. Tuvo que soltar la mochila e, incluso, sentarse de nuevo. Le dio tiempo hasta de “echarse una cabezada” antes de que el tren avanzara los pocos metros que le distanciaban de la estación de Alcázar de San Juan. Entonces, el joven deseó suerte al resto de personas con palabras de ánimo: “Sólo os queda una hora y media”. 
Los viajeros, que otra vez presenciaron el paso de un regional en sentido contrario, salieron por primera vez a la calle después de seis horas de agobiante claustro. En el exterior, cinco grados bajo cero y un palmo de nieve fueron el escenario perfecto para inmortalizar el momento con fotografías. Los fumadores aprovecharon para apaciguar su ansiedad hasta que el revisor avisa: “Hay que subir”.
A las doce y media de la noche, el tren empezó a moverse. “Pon música”, pidió María a José Luis, que llevaba todo el trayecto pegado a su portátil. “¿Por qué no jugamos a algo?”, propuso María. Y así fue. El ordenador se convirtió en el mejor compañero de viaje para los viajeros del coche 10, donde se vivieron episodios de humor y nerviosismo suficientes para escribir el guión de una película. Las dos jóvenes estudiantes, incluso, habían regresado a sus plazas de origen. Ahora, María estaba sentada con José Luis y Carmen con Tomás. De risa. “Veinticinco años sin subir a un tren”, dijo Martín. La carcajada unánime fue monumental. Los “polacos”, como quedaron bautizados los jóvenes Erasmus, tenían el vuelo a las seis de la mañana en Barajas. Sus amigos no paraban de llamar al teléfono y la respuesta siempre era la misma: “No sabemos si llegaremos”. Tomás se contentaba con quedarse en España “para comer jamón del bueno”.
A las dos menos cuarto, cansados, con hambre, sed y algo de frío la siguiente inexplicable parada dejó ya de sorprender. Estábamos a la altura de Tembleque y la megafonía avisaba de la imposibilidad de continuar. Antonio, sentado un coche más adelante, iba y venía con noticias que exasperaban. Indignante. Había niños en otros vagones, enfermos que tenían que ingresar en el hospital por la mañana, trabajadores que se incorporaban a su puesto y muchos estudiantes que regresaban a la Universidad. Demasiado bien estaban los ánimos para el trato recibido hasta aquel momento.

Hubo quienes escucharon que el maquinista gritaba “fuego”. La noticia corrió como la pólvora. Sin embargo, resultaba increíble que hubiera llamas en medio de un campo cubierto de nieve. Pero así fue. Algo pasó en la catenaria y, desde las ventanillas, pudimos ver una imagen paradójica: un camión de bomberos sobre un bellísimo manto blanco. A las dos y media de la madrugada regresamos hasta El Romeral. Nos visita la Guardia Civil y les pedimos café y bollos. No nos prometen nada. Al menos los “polacos” consiguen abandonar el tren, acompañados por Antonia y Alberto, para intentar llegar en taxi al aeropuerto. Para los que viajábamos con ellos fue como si se despidieran nuestros familiares. Habíamos pasado juntos nueve horas de sonrisas y lágrimas. El tren regresó un poco más, hasta Villacañas, al parecer, para realizar un cambio de vía. Reanuda la marcha a las cuatro de la madrugada y empieza a coger algo más de velocidad. Los viajeros duermen, exhaustos, impotentes, hambrientos y con los ánimos por los suelos. El reloj de Chamartín marcaba las 5:55 horas cuando el tren estacionó. Se acabaron trece interminables horas de encierro. En un halo de silencio, Carmen lanzó el último toque irónico de la noche: “Definitivamente, el tío de los bollos se ha perdido”. Una pena Fotografías: Rafael Casas Cazorla.

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