Normas para evitar engaños y timos a los viajeros

La llegada del ferrocarril cambió muchas costumbres y abrió un nuevo campo de actuación a los pícaros, esos personajes que, según el diccionario de la Real Academia Española, eran personas descaradas, traviesas, bufonas y de mal vivir y que simbolizan una de las creaciones más características de nuestra literatura. Los "pícaros" buscaban su fortuna en los puntos de mayor actividad de la ciudad. De ahí su afición a las estaciones ferroviarias.

(07/09/1997)

Fragmento  Los pícaros en los siglos XVI y XVII eran habituales en embarcaderos y mercados de Sevilla, puerto que monopolizaba el tráfico hacia las Indias y años después. Ya en el siglo XIX, frecuentan las estaciones, donde se producían las aglomeraciones de los viajeros de este nuevo medio de transporte. La tradición continúa hoy en los aeropuertos, paradas de taxis y otros lugares frecuentados por los turistas. A tal extremo ha llegado esto en nuestro tiempo que algunos hoteles han resucitado el antiguo servicio de los ómnibus que iban a las estaciones a recoger a sus clientes y ahora lo hacen en los aeropuertos para evitar a sus clientes el riesgo de afrontar las asechanzas.

Debió ser una dura experiencia el aprendizaje de los nuevos modos de convivencia, a los que obligaba el viaje por ferrocarril. Aumentó el número de personas que salían y llegaban de las ciudades; hubo que organizar su traslado y el de los voluminosos equipajes de entonces y se produjo un auge de las profesiones relacionadas con el hospedaje y la manutención.

Al socaire de estos desplazamientos, en las estaciones aparecieron los que vivían del descuido y del engaño. En el famoso cuadro "La estación de ferrocarril", de W.P. Fritb, pintado en 1862, se muestra la estación de Paddington de Londres. Algunas familias apresuradas se dirigen al tren, otras charlan en animados corros y numerosos niños les acompañan. Los mozos se afanan con los equipajes y dos policías, tétricamente vestidos de negro de pies a cabeza, atrapan un delincuente ataviado con un Macferlan, escena que prueba esas presencias de que hablamos.

Al tiempo que se completaban las primeras líneas de ferrocarril, se establecían los servicios necesarios para trasladar a los viajeros desde las estaciones. No existían entonces servicios públicos y los desplazamientos debían hacerse a pie o en coches de alquiler. En la estación del Norte de Madrid existía también un servicio de ómnibus que hacía el recorrido desde dicha estación hasta la Puerta del Sol. Recorría la Cuesta de San Vicente, la Plaza de Oriente, las calles Santiago y Mayor, seguía luego por la Carrera de San Jerónimo, torcía por Cedaceros y Caballero de Gracia para entrar en Montera, desde donde concluía su viaje en la Puerta del Sol. En el número 9 se encontraba el Despacho Central de la empresa.

Era, como puede apreciarse, un recorrido muy corto, pero Madrid era entonces una ciudad pequeña, limitada por los altos de Chamberí, la vaguada de la Castellana y hondonada del río Manzanares. Los viajes no eran tan poco habituales, pero como contrapartida los desplazamientos llevaban aparejados innumerables bultos, baúles y maletas. El viaje era un acontecimiento en aquella sociedad en la que las vacaciones eran privilegio de unos pocos. Las tarifas eran muy elevadas, lo que las hacía inaccesibles para las clases más desfavorecidas. Cuando alguna familia se desplaza a otra ciudad lo hacía acompañada de sombrereras, maletas, sacos de noche y baúles, lo que hacía imprescindible a los mozos de cuerda y los de equipajes en las estaciones, tan habituales hasta hace pocos años.

Ómnibus

El viaje del ómnibus desde la estación del Norte hasta la Puerta del Sol costaba dos reales de vellón cada viajero durante el día y cuatro reales desde las 12 de la noche hasta las 6 de la mañana. Transportar un baúl o una maleta costaba cuatro reales durante el día y dos por la noche. Para las sombrereras y sacos de noche, los precios eran de cinco céntimos durante el día y un céntimo por la noche.

Existían también los coches de alquiler que estacionaban en el patio de la estación y que costaban hasta el domicilio, cualquiera que fuera la distancia, 16 reales de vellón durante el día y 32 entre las citadas horas de la noche. Una diferencia tan grande de precio se compensaba en cierta medida porque en estas calesas de alquiler podían llevarse gratuitamente hasta 80 kilogramos de equipaje, lo que demuestra una vez más la abundante intendencia que llevaban los viajeros. Rebasado ese peso, se cobraban dos reales por cada 10 kilogramos de más durante el día, y cuatro por la noche.

Reglamentos de patios

No debe extrañar que en aquellas circunstancias proliferara la delincuencia en las estaciones. Además de al descuido y al simple hurto, había otros géneros de picaresca que actuaba con el engaño.

Estas situaciones de inseguridad motivaron la intervención de las compañías, en concreto la del Norte y la de Madrid a Zaragoza y Alicante que aprobaron varios reglamentos, refrendados por la autoridad gubernamental, para controlar la entrada y estancia en los patios de las estaciones.

 La compañía de M.Z.A. fue la primera que publicó uno de estos reglamentos en 1859, continuado por otro de 1865. Por su parte, la compañía del Norte elaboró otro reglamento, más amplio y explícito, asumido por el gobierno por una Real Orden con fecha del 14 de marzo de 1865. Respondía al título de "Reglamento para la policía y buen orden de los patios y muelles de la estación del Norte en Madrid".

Establecía condiciones muy estrictas para el acceso al recinto de cocheros, zagales y corredores de huéspedes y las justificaba la compañía para garantizar el orden del servicio de los carruajes que bajaban a la estación. Limitaba el mayoral que los conducía y el zagal que le acompañaba, las personas que podían ir en el citado carruaje y en el artículo 611 se conminaba expresamente que "por ningún motivo ni pretexto podrían los mayorales y zagales abandonar los pescantes de sus respectivos carruajes" obligación evidentemente penosa bajo el sol de agosto o los fríos de enero.

Añade la compañía que, permitiendo el libre acceso sería un peligro constante al establecerse una confusión en los patios y salidas de viajeros, lo que da ocasión a robos, engaños y estafas valiéndose de mil medios.

En concreto cita el engaño de la gorra. Por entonces, casi todos los ferroviarios debían usar uniforme o al menos una gorra con los distintivos de su cargo, aditamento que llevaban hasta los mozos de carga y descarga.

Argumenta la compañía que "estos pícaros de estación llevan (sic) generalmente gorras con franjas encarnadas como los mozos de la compañía para llamar la atención e inspirar confianza". "Cuando los viajeros (sic) o familias se dirigen (sic) a tomar los carruajes (sic) de las empresas que tienen su tarifa en el interior, se les interponen ofreciendo llevarlos a domicilio por 4, 6 u 8 reales, según les parece".

"Ante tal baratura (sic) dejan los carruajes de la empresa, cuyo domicilio son 16 reales con 80 kilogramos de peso, y ocupan los de los calseros. Ajustado de este modo, parte del carruaje y en vez de acompañarle el mozo que ha ajustado, éste se queda y va otro. Al pagar los viajeros lo convenido, se lo rechazan exigiéndoles (sic) lo que les acomoda, sosteniéndose la cuestión natural que termina por sacarles tres veces más de lo que vale el servicio porque el mozo interroga al viajero que si ha tratado con él y, como efectivamente, no fue con él con el que lo ajustó, no tienen más remedio que pagar".

Añade después el informe de la compañía que "estos mismos caleseros tienen casas de huéspedes donde llevan a los viajeros que no lo saben, y por una mala comida, sin pasar en la casa más que un par de horas, les cobran 4 y 5 duros".

Finalmente para evitar el engaño de las gorras, se establecía la norma que los conductores y zagales llevaran en sus gorras una franja de color diferente a la de los mozos de la compañía y además el número de su carruaje, con lo que se pretendía evitar la engañosa identificación de estas personas con las que pertenecían a la compañía ferroviaria.

La magia de las gorras

Este asunto del uso de las gorras merece aún una pequeña disgresión. Ya se ha indicado que este distintivo fue durante mucho tiempo el elemento diferenciador de las distintas categorías ferroviarias y al mismo tiempo prestaba una aureola de autoridad oficial a su portador. Eran los tiempos en que todo el mundo llevaba la cabeza cubierta. Las clases pudientes usaban el sombrero y las más modestas las gorras que en las profesiones jerarquizadas, como la ferroviaria, respondía además a una organización de disciplina de tipo militar.

El uso de la gorra sobrevivió al del sombrero. En Madrid, la llevaban los taxistas como símbolo profesional muchos años después de concluida la guerra civil. De esta manera, en aquellos tiempos de escasez, cuando apenas había coches particulares, el taxi complementaba el viaje que se hacía en tren. Por ello, floreció en las estaciones un pícaro parecido al que denunciaban las compañías en el siglo XIX. Con una gorra similar a la de los taxistas, esperaban la llegada de los trenes y nada más bajar los viajeros al andén ofrecían el servicio de taxi, que con el equívoco de la guerra, hacían suponer que él era el taxista.

El viajero aceptaba el ofrecimiento para asegurarse un taxi a la salida, sin saber que en los patios de llegada los vehículos se tomaban por riguroso orden. Cuando el pícaro de la gorra, seguido de los viajeros que habían contratado sus servicios, llegaba al patio se dirigía a los taxis que aguardaban guardando el turno correspondiente y abriendo la puerta del taxi que le correspondía.

Allí concluía su trabajo poniendo la mano para cobrar el servicio. El viajero descubría el engaño, pero no tenía más remedio que pagar porque el de la gorra había cumplido su promesa de proporcionarle un taxi.

Esta crónica de la picaresca de las estaciones podría abarcar otros muchos ejemplos, pero creo que los testimonios aportados muestran una realidad todavía vigente porque, como se decía entre los gallofas y la gente de vida airada: "todos los días entra un tonto por la Puerta de Toledo. Sólo se trata de encontrarlo".

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