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25 noviembre 2013

EL LARGO SILENCIO DEL MAQUINISTA DEL TREN ALVIA

Al maquinista, único imputado en el accidente en el que murieron 79 pasajeros, parece que se lo ha tragado la tierra. Vive escondido y bajo tratamiento psicológico

25.11.13 - FRANCISCO APAOLAZA

Francisco José Garzón jadeaba, retorcido de dolor por un golpe tremendo en las costillas. Estaba tirado en el suelo de su locomotora, que permanecía volcada contra el terraplén como una nave espacial estrellada. Hablaba por teléfono con un compañero de la estación de Atocha (Madrid). «No encuentro las gafas. Tengo la cara ensangrentada». Atropellaba la voz desesperada, ahogada por el infierno que ya barruntaba detrás. En ese momento comprendió su tragedia: «Espero que no haya muertos porque caerán sobre mi conciencia». Fueron 79. Toda esa masa ingente de cuerpos, escombros de fibra de vidrio y metal, y de vidas rotas que se esparció a los pies del barrio de Angrois, en el accidente del Alvia el 24 de julio, le cayó encima como una losa infinita. Ahora, se ha quedado solo: es el único imputado en el proceso por el accidente del Alvia y maneja la presión desapareciendo, escoltado por una guardia pretoriana de amigos que lo esconden, nadie sabe hasta cuándo.

La decisión del juez Luis Aláez de desimputar a los responsables de Adif ha puesto de nuevo a Garzón en el punto de mira. «Está mucho peor», aseguran sus cercanos. No acepta entrevistas, con o sin cámaras, ni cuestionarios. «No quiere decir nada, y aunque lo quisiera, yo no se lo iba a facilitar», dice el presidente de los maquinistas, Juan Jesús García Fraile. El sindicato se hace cargo de su defensa después de que cambiara dos veces de abogado. Ambos pertenecían al despacho Deach Beachcroft, que ha llevado la tragedia del 'Prestige' y el desastre de la balsa de Aznalcóllar.

Alrededor de Garzón se ha tejido una telaraña de silencio imposible de atravesar. Hay sobre su paradero un rosario de teorías. Está en la Sierra de Madrid en casa de un amigo, vive con un primo, se esconde solo en una casa rural. En todas hay un denominador común: el maquinista continúa en tratamiento psicológico. Dicen que al margen de lo que ocurra en el juzgado -todo apunta a que será condenado-, ya está sufriendo el castigo de la sociedad. «Tiene que estar roto. A mí me gustaría saber cómo anda y se lo pregunto a sus compañeros, pero nunca me dicen nada». Habla Beatriz, del Bar Riosol, en la plaza de la Estación de Monforte de Lemos (Lugo), epicentro de las locomotoras en España, donde cuajaron los sueños de Paquito Garzón, el último de una estirpe de ferroviarios. En esa ciudad creció y regresó a casarse con Ana, su exmujer. Todos esperaban que regresara a lamerse las heridas del accidente, pero nadie le ha visto por el pueblo. «No sabemos nada de él», admite el alcalde, Severino Rodríguez. Tampoco da muchas señales en su casa del barrio de Os Mallos, en La Coruña, donde vivía con su madre, María del Carmen Amo. Ella descuelga el teléfono con la voz lejana y el habla agotada. «No viene mucho por aquí, pero yo no puedo decirle nada. Estoy mayor, pachucha y cansada». En el bar de abajo se extrañan de no habérselo cruzado.

De vez en cuando se acerca a la base ferroviaria de La Coruña para ver a sus compañeros. Siempre en coche, para no llamar la atención. A la espera de la sentencia (se le imputan 79 homicidios imprudentes), permanece de baja laboral y percibe su sueldo sin que se le haya aplicado ningún tipo de sanción -los maquinistas del Alvia cobran unos 60.000 euros brutos al año, unos 3.000 netos al mes-. En ese ambiente, en el que ha crecido con fama de sensato, le han escuchado explicar que en el fondo echa de menos llevar un tren.

«Ojalá te pudras»

Su madre lo acompañó en los primeros momentos. Hasta que salió del hospital, camino de la comisaría, entre los insultos de los familiares de los heridos que se recuperaban en las habitaciones contiguas. «Ojalá te pudras en el infierno, perro». No ha vuelto a tropezarse con ellas. «Pobres viajeros», repetía Garzón en la conversación que mantuvo con la estación de Atocha tras el desastre. Un tiempo después, entre las víctimas se desataron todo tipo de sentimientos hacia él. El presidente de los afectados, Cristóbal González, admite que, como es lógico, no hay una postura unánime. Hubo quien intentó crear una asociación paralela para «ir a por él». No salió adelante. A González le gustaría encontrarse con el maquinista, aunque admite que no lo ha intentado. «Quizás fuera el comienzo de algo...».

Nadie sabe a ciencia cierta si en algún momento Garzón ha regresado de nuevo a la curva del accidente, a la que llegó aquel tren enloquecido y chirriante a 190 kilómetros por hora. «Aquí intentamos seguir adelante con nuestra vida, pero algunos vienen de madrugada y se asoman cuando nadie les ve -explica el vecino Anxo Puga, uno de los que participó en el rescate-. Sabemos que es gente que iba en el tren y que algunos vienen de lejos. Otros acuden aquí a buscar a los que les ayudaron, a darles las gracias. De él no hemos sabido nada».

Sus compañeros dicen que Garzón echa de menos llevar un tren

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