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22 octubre 2013

150 ANIVERSARIO DE LA LLEGADA DEL TREN

ALEGRIA Y "BRONCA" EN LA LLEGADA DEL TREN A IRÚN

Defensores y retractores del nuevo medio de locomoción se enzarzaron en u rifirrage que acabó en risas y aplausos

21.10.13 / MARÍA JOSÉ ATIENZA / IRÚN

 

Miles de iruneses, muchos de ellos vestidos de época, regresaron ayer al 20 de octubre de 1863 para celebrar, en la calle Estación y alrededores, la llegada del tren a su ciudad. La recreación del acontecimiento que Irun vivió hace 150 años tuvo un carácter festivo y eminentemente alegre, pero no fue todo lo pacífica que pudiera esperarse. En primer lugar, porque Santxa, la posadera, respaldada por un numeroso grupo de vecinos, se puso brava y se encaró con el representante de la compañía de los Caminos de Hierro del Norte, monsieur Placard. El rifirrafe creó una situación ciertamente incómoda, justo en el momento en que el señor alcalde, Román Rodríguez Iriarte, la Corporación municipal y otras excelentísimas personalidades llegaban en comitiva, arropados por banda y txistularis, al pie de la cinta que habrían de cortar para dar la bienvenida al mensajero del progreso.

Pero es que Santxa tenía sus razones para dinamitar el protocolo. La posadera aguantó mal que bien la perorata del Jefe de Estación, que no hizo otra cosa que alabar la llegada del ferrocarril, «el primer paso para que Gipuzkoa e Irun entren en una nueva era, la era en la que las fuerzas de la naturaleza serán dominadas por el ingenio del hombre», dijo. «Hemos domesticado los montes y cruzado los ríos, atravesando unos y otros; hemos tendido 600 kilómetros de vías en tan solo cinco años, desde las llanuras de Castilla hasta las orgullosas montañas de Vasconia. Será posible llegar a Madrid en sólo 18 horas, en lugar de los tres días que se lleva la diligencia y a un precio mucho más asequible. ¿Y qué me dicen ustedes de lo que ocurrirá cuando, el año que viene, podamos estar en París en sólo 20 horas?».

A Santxa, por lo que pudo verse, la capital del reino y la ciudad de la luz se la traen al pairo, porque apenas el mesié hubo terminado su discurso, la posadera le espetó que se dejara de loas y cantares y que dijera «las verdades. Adelantuak!, Adelantuak!», gritó con energía. «No puede ser sano moverse tan deprisa ¡30 kilómetros por hora! Seis cerdos ha matado ya el ferrocarril en Irun y las vías han partido por la mitad los maizales y muchos caseríos. Será la ruina. Sólo mirar de cerca los vagones, me pone los pelos de punta. Oilo ipurdia, mesié, oilo ipurdia. Presagio de un peligro inminente».

Y el señor cura bisbiseó: «Un invento diabólico como el silbido de las máquinas, propio del infierno...».

Así las cosas y viendo que los vecinos jaleaban a Santxa, el Jefe de Estación intentó calmar los ánimos. «Bueno, bueno, señores, no hagan ustedes caso. El ferrocarril creará perfecta armonía entre la ciencia y la fe, ya lo verán. Así ha sido en otras partes. El tren traerá negocio y el negocio prosperidad».

Pero Santxa siguió en sus trece. Que si el ferrocarril traerá enfermedades; que si Irun está lleno de extraños y forasteros que provocan revueltas y peloteras hasta bien entrada la noche... «¿Qué vamos a hacer con 800 hombres solos, hartos de trabajar de sol a sol, sin fuego de hogar que los contenga? Algo habréis de hacer, señor alcalde con este contingente de población masculina», dijo Santxa mirando a los ojos a Román Rodríguez Iriarte.

El alcalde hizo oídos sordos a la posadera, y en su discurso habló maravillas del ferrocarril. «Hoy es un día de gloria para Irun», dijo. «Sabéis los esfuerzos que hemos hecho para que el ferrocarril pasara por nuestra villa, para que el camino de hierro no cruzara a Francia por los Alduides sino por el Bidasoa. Esfuerzos económicos para atraernos a la Compañía del Norte. 25 millones ha puesto la Diputación Foral y 100.000 reales de vuestros impuestos, además de aportaciones de muchos de nuestros ciudadanos más ilustres y opulentos. Finalmente, lo hemos conseguido y no cabe sino esperar que con el ferrocarril lleguen el progreso y la prosperidad».

Tras el corte de la cinta, la rigidez del protocolo desapareció y la comitiva y los vecinos se dirigieron a la taberna. Las meretrices, iban y venían, calle arriba, calle abajo, intentando apagar el fuego de esos 800 hombres solos hartos de trabajar de sol a sol. «Moreno ¿quieres venir un ratito?» «Y vosotros, ingenieros, ¿no hacéis una calaverada?».

Al acercarse las autoridades a la taberna, se organizó una trifulca de aúpa. «¡Ahí va el que nos mata, el que por ahorrarse unos reales no sujeta la tierra de los taludes!», gritó un obrero dirigiéndose a Placard. Un compañero intentó frenarlo, el forcejeo acabó en pelea y el alguacil detuvo a los dos y llevó al calabozo.

Desde un balcón, el científico y secretario municipal Policarpo Balzola, instó a Placard «a que nos digan ustedes dónde demonios van a poner la estación». A su vez, los vecinos pedieron a Policarpo «que nos diga cómo va a ser el pueblo ahora».

«En poco tiempo, seremos más de diez mil», contestó Balzola. «El agua llegará a todas las casas y surgirán nuevas calles, más limpias y dignas, también para los pobres».

«Este hombre está loco», comentaron los vecinos.

«Seguramente yo no lo veré, pero algún día os acordaréis de esto que os digo», les respondió.

«Será posible llegar a Madrid en sólo 18 horas en lugar de los tres días que se lleva la diligencia»
«No puede ser sano moverse tan deprisa y las vías han partido por la mitad los maizales»
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